El teléfono llevaba varios minutos sonando, y lo hubiera ignorado de no haber sido por la insistencia y la hora. Hay una máxima en la vida nuestra, siempre que el teléfono suena a destiempo, siempre que se escude en la madrugada, la noticia tiene que ser mala. Una se llena de valor e intenta prepararse para lo que va a escuchar, aunque no lo sabe. Intenta, porque la realidad siempre te supera.

Había pasado el día más triste y nunca supimos que era el día más triste. El 25 de noviembre fue un día común, un día más para los cubanos, que ignorábamos que Fidel estaba librando su último combate. Una guerra que libraremos todos. Es la vida o, digamos, es la muerte.

Supongo que la parca tuvo la noche más luminosa de su existencia. Que él, con esa oratoria incomparable y natural, la convidó a sentarse, le propuso una tregua y le espetó que ha tenido mucho trabajo (ella) en los últimos años, que el mundo es cada día más violento e injusto. La parca habrá dudado si era un buen momento, pero no conocía que Fidel hablaba de frente y dejaba sin excusas ni palabras al interlocutor de enfrente. No sabía que el hombre que allí se mostraba había enfrentado al policía batistiano de turno que había ideado, cuando Fulgencio burló la Constitución del 40, limpiar su honor con las armas. ¡Seremos libres o mártires!, soñó. La parca no imaginó el ejemplar que buscaba arrancarnos.

Supongo que le habrá convidado a la última partida de ajedrez. Que se habrá acariciado la barba y sonreído con esa mirada picaresca cuando descubre algo inteligente. Le habrá apuntado con el índice y con cierta satisfacción del deber cumplido, habrá susurrado: De acuerdo.

Sucede que el Comandante se sabía ganador de algo mayor. Y por eso decidió partir, él, nadie podría convencerlo de lo contrario. Él, aferrado a la historia, partiría como aquella noche de Tuxpan, hace 60 años: esperanzado, confiado, amado. Como aquel 25 de noviembre, este hombre llegó, entró y triunfó.

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